La plaza de San Fernando fue un punto de referencia en la Guadalajara virreinal, se ubicaba sobre la actual Calzada Independencia, su origen se debe al virrey Diego Fernández de Córdoba, Marqués de Guadalcazar, quien con el propósito de honrar a San Fernando III, rey de España, ordenó que en toda ciudad de la Nueva España se destinara un lugar para recordar sus hazañas, cosa que se cumplió en Guadalajara hasta el año de 1620.
Durante el siglo XIX, la plaza fue utilizada comúnmente para la venta de diversos artículos, de manera periódica se montaba un tianguis que era visitado por la gente que habitaba en los alrededores que buscaban satisfacer alguna necesidad.
Los habitantes del barrio de San Fernando solían contar una historia que despertaba el temor de los niños y causaba escalofrió a los adultos; según contaban el tiánguis era frecuentado por un viejo avaro, de oficio prestamista, que exprimía a sus clientes con los altos intereses que cobraba.
Cierto día que el viejo visitó la plaza, se topó con un pobre sujeto cuya apariencia le causó mucha lastima; era extremadamente delgado, de un color cenizo de piel que evidenciaba el hambre que padecía, sus ropas hechas harapos y sus cabellos enmarañados, era tan triste su aspecto que el viejo avaro se compadeció de él, le convidó algo de comer y le ofreció convertirse en su asistente.
Con el paso de los días el mendigo fue transformándose, se le veía siempre limpio, servicial con su “amo” y aprendió varías de las malas mañas de su patrón; pero la ambición le hizo olvidar todo lo que le debía, una noche que el viejo dormía saltó sobre él apoyando una rodilla sobre su pecho, al tiempo que le apretó el cuello hasta estrangularlo.
Al terminar su obra miró para todos lados cerciorándose que no existieran testigos de su crimen y sólo observó un gato de ojos amarillos que lo miraba fijamente. El homicida buscó el dinero que tanto ambicionaba, lo encontró en un rincón y huyó antes del amanecer.
Pero el remordimiento comenzó a enloquecerlo, por todas partes veía los ojos amarillos del gato, que parecía lanzarle una mirada siniestra que le reprochaba su crimen, los veía en las paredes, en el camino y la bolsa de onzas de oro que había robado; repentinamente su cabeza se llenó recuerdos del buen trato que recibió por parte del viejo que le llevaron al arrepentimiento; pero el hecho había sido consumado y sólo le quedaba huir.
En su camino no dejaba de ver los ojos amarillos, en algún momento pensó en regresar y matar al animal, pero el miedo a ser capturado por la policía se lo impidió; no podía dormir, ni comer, pensó en entregarse pero no se atrevió, su delirio creció día tras día, hasta que desfalleció.
Fue encontrado tirado en un camino por unos arrieros, quienes al observar el tesoro que llevaba prefirieron notificar a las autoridades.
El criminal terminó completamente loco, fue remitido al manicomio del Hospital Civil en Guadalajara; en poco tiempo envejeció, las personas que lo conocieron decían que andaba semidesnudo, con un cabello y barba cana, siempre pronunciando las frases “por Dios, llévense esos ojos amarillos, “déjenme ya, basta de este tremendo castigo… ” Esta es una leyenda más de nuestra vieja Guadalajara.
Imágenes: Edificio de San Fernando, lugar que ocupó la Plaza del mismo nombre.
Guadalajara, Jalisco, México.
Facebook Luis Alejandro González Montes